Jamás se olvida la primera vez que engañas a alguien. Está en contra de la moralidad que nos han enseñado desde tiempos lejanos además cuando nos hacen esa infame acción nos decimos llorando que nunca se lo haremos a una persona y cuando lo hacemos aunque sea un chape euforico en un parque, un roce predeterminado en un ascensor, un polvo fugaz en una cama la sensación es de un regocijo extraño algo nuevo e intrépido que está prohibido pero que indudablemente disfrutamos. Un gusto culposo con ganas de más, de caer en picada en un juego mortal dónde la conciencia pega peor que cualquier indiferencia.